viernes, 6 de noviembre de 2009

Federico el Grande. Un Principe afeminado en el siglo XVIII

En Europa era común que un padre maltrate a su hijo: Federico I, emperador de Prusia, sin razón alguna agarraba los cabellos de sus hijos y lo hacía arrastrar a su hijo Federico hasta pedir perdón. La violencia la relacioné con que Dios había mandado a su hijo a la tierra para que lo maten; lo que el padre detestaba era que Federico fuese amanerado; su voz era muy suave. Sus lágrimas caían al ver como sus vestimentas más preciadas- verdes, rojas; todas bordadas en oro- eran quemadas. “Lo odio, decía el joven, lo odio”. Pero, ¿durante cuánto tiempo soportaría el maltrato, la humillación? ¿Sería como Jesús? No; Federico odiaba a su padre a tal punto que, si hubiese tenido la oportunidad, lo habría matado. El odio nubla las mentes humanas, no las deja pensar con frialdad: de un día para el otro, Federico escapó con su amigo íntimo hacía Inglaterra. Pero, ¿cómo escapar de su padre, el emperador, el todopoderoso? Al anochecer, uno de los guardias le informó de la desaparición de su hijo. “Lo hubiese perdonado si en Inglaterra lo esperase una cortesana. Pero... ¿con un hombre?- silencio- ¿Por qué?”. El plan de Federico era irreal: creía que cruzaría Prusia con su amigo íntimo. “Nunca”. Era imposible que ninguno de los 80 mil soldados de su padre no lo viese; así fue como los atraparon. Federico I se veía a sí mismo como un gigante: en una mano su hijo; en la otra su enemigo, el amante. El emperador cerró su mano, a medias: y Federico fue cautivo en una fortaleza (dos centinelas armados en la puerta). El emperador giró su cabeza y tuvo ante sí la imagen de su mano derecha: deseaba- más que nada en el mundo- cambiar las inclinaciones de su hijo; para eso, el amante debía desaparecer. Las voces de los soldados traspasaban la puerta: se había formado un consejo para ajusticiar a su amante. “Le dieron prisión perpetua”. El emperador, furioso, formó un segundo consejo. “¿Nuevamente prisión perpetua?”, le preguntó a uno de sus generales, golpeando la mesa. Pero, ¿para qué seguir una ley, un dictamen, una norma? Federico continuaba encerrado y nadie osaría enfrentar al Emperador; su figura se alza como una nube por sobre todas las almas prusianas. “Las grandes mentes imperiales, no dudan”. Con tono firme les dice a sus soldados que ejecuten al amante (la cuestión era dónde). Al atardecer, dos guardias abrieron la puerta y, agarrándolo de los brazos, lo llevaron a Federico hacia la ventana de su prisión. “Quiero que mi hijo lo vea morir”.

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