lunes, 2 de noviembre de 2009

Napoleon Bonaparte

Napoleón no es católico ni ateo: ve al catolicismo- al igual que los revolucionarios vieron a la guillotina- como un medio para controlar. “No puedo creer todo lo que se me enseña”, responde de manera cortada. Lo que busca un emperador es la unidad: si todos creen lo mismo, se acotarán los choques. Imagino un futuro emperador: si triunfa en toda Europa, Napoleón, con la cruz como espada, atacará a otras creencias (imponer su mundo). Pero el gran problema que lo atosiga no es la religión ni sus enemigos: su esposa, Josefina, no puede concebir hijos; sin un hijo varón, Napoleón no tendrá herederos (pese a no ser monárquico, Napoleón se comporta como un rey). Mientras imagina cómo su hijo- que no nació- será emperador de Roma, piensa en cómo pedirle el divorcio a su esposa. “Es por el bien del imperio”, Napoleón habla solo, frente al espejo. Y recuerda el dinero que su mujer le ha entregado para sus primeras campañas. “Sin ella hubiese sido imposible Italia”: Duda, retrodece. ¿Cómo decírselo? ¿En qué momento? Es increíble: Napoleón parece perdido, como si lo atacaran mil ejércitos. Las lágrimas, las de ella, su esposa, lo enmudecen, lo paralizan. “Sería muy injusto que no la haga emperatriz”. Napoleón sabe que su unión con Josefina- que tendrá el mismo efecto que un casamiento monárquico- deberá ser efectuada por Pío VII, el papa. En un momento creí que Napoleón se trasladaría hacia Roma: se trataba del papa. Pero no se trataba del papa, sino de Napoleón. “El poder de las batallas supera al de las creencias”, fue lo que pensé al enterarme que la boda se celebraría en París. Luego del encuentro entre el papa y el emperador, pensé: “Napoleón fue el único que no se arrodilló ante él”.

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